Friday 11 October 2019

Sin solución de continuidad (III)

Paseaba por las anchas aceras residenciales, viendo irreales personas con acondroplasia. Todo el barrio parecía un escenario onírico. Llevaba días como soñando despierto, por lo que no me alteré cuando el cielo se iluminó bajo un sol resplandeciente de mediodía con unas espectaculares luces boreales, mientras acompañaba a mi madre en sus compras (ajena por completo a mi estado), entre los dispersos puestos del mercadillo. Aunque desde luego me pareció algo casi mágico y no identificaba me estaba volviendo loco, en aquel momento no me sentía investido de ninguna misión o algún poder estrambótico, mis pseudopercepciones solo sucedían y no terminaba de atribuirlas a ninguna transformación especial. Sin embargo, a lo largo de una semana más, la calle, mi casa, mi cama se fueron llenando de otras ilusiones y haciéndose cada vez más caleidoscópicas y extrañas.

Tras varios días sin apenas haber conciliado el sueño, y tratando de deshacerme de mi cada vez más palmaria desorientación, a primera hora me entrego a limpiar y ordenar meticulosamente la habitación. Confuso barruntaba sobre si la futilidad de la vida era real. Con el mismo ánimo de aclararme, me dispuse a garabatear en un papel lo que se me pasaba por la cabeza. Después sé que me dirigí a la cocina y que todavía me quedé allí de pie meditando, sin desayunar.

Repentinamente, sentí que algo sucedía y cobraba sentido. Impelido por la idea de ser parte de un juego de rol o de una sesión de ouija, salí al patio privado de nuestro edificio. Me puse a deambular por la calle, confirmando que todo aquello estaba “muerto”, que yo y el mundo de algún modo habíamos muerto. Un insondable sinsentido en el que mi primo y yo habíamos sido colocados pero con una valiosa pieza simbólica. Un poder que había sido transferido por medio de nuestra abuela una vez que ella fue consciente de la existencia de ese escenario ficticio. Y con el que inmunes movernos por el mortecino tablero que se proyectaba sobre las aceras. Nada por otra parte estaba concluso, salvo que debíamos encontrar la salida al laberinto en que se había convertido la ciudad.

Supongo hice unas llamadas y di cuenta a mi familia de aquella inconexa y absurda revelación. Me llevaron a urgencias. En el trayecto en coche avanzábamos a través de las calles sombrías tratando de encontrar ese término de todo. Aunque no había tanta gente en la sala de espera, estuvimos un largo rato en las inmediaciones del hospital tratando de quitarle importancia a la situación. Estaba ofuscado pero receptivo. Cuando la psiquiatra de guardia me entrevistó, esas vivencias se agolpan precipitadas en la memoria y parecen espolear bajo los cascotes mi frágil cordura. Las reconozco devoradoras aunque parte de mí. Siento [que] bruscamente mi cuerpo se aleja. Antes de ingresar en planta la psiquiatra me presenta a una auxiliar que me pregunta cómo me encuentro. Solo acierto a decir bien... bien jodido.

En el control de enfermería me ofrecen un bocadillo, escucho un aparente coro infantil y me imagino formar parte de un internado donde se trata a niños problemáticos y “creadores”. Traen la medicación en diminutos vasos de plástico, no hago nada malo así que pido leer el prospecto de esos fármacos usados en principio para controlar el comportamiento. Me dicen hablarán mañana con el médico. Aunque no les creo, presionado doy cuenta del vasito. La habitación es la típica de cualquier manicomio, con su puerta blanca de 15 cm de espesor provista de mirilla. A derecha e izquierda, diviso otras dos puertas de las que cuelgan extraños carteles (me entero al día siguiente son aseos y los rótulos pintados a mano indican si están libres u ocupados). Me quedo sentado en la cama, obcecado en que la puerta que se cierra sola quede permanentemente entreabierta. El ajetreo es constante. Más o menos, dos horas más tarde nos dan la cena. Antes de dormir, me conminan a rondar por la planta y no aislarme. Pesadamente, me desplazo por el pasillo. Una paciente risueña me interpela reclinada desde un desgastado asiento rectangular de skay negro que parece sacado del recibidor de un taller de coches. La oigo hablar con la voz de un chico en un tono muy pedante. Aterrado, me siento por primera vez brutalmente enfermo; sin género de dudas, loco. Por la noche pierdo de nuevo el sentido y deliro, todo aquello forma parte de una angustiosa sesión de psicoanálisis.

Por la mañana mi turbación es indescriptible. Intransferible el horror que siento de saberme loco, abandonado en mi mente aparte de encerrado entre cuatro paredes. Así que después de comer entro en la habitación, compruebo no se puede abrir la ventana más que un poco porque está blindada mediante una cadena, cojo una silla que me servirá de apoyo y sin más tribulaciones a la carrera me arrojo al vacío atravesando el amplio ventanal.

Era mi primer episodio psicótico, nadie me explicó nada y tan joven desconocía todo sobre la pérdida de la razón.

Una experiencia devoradora que monopolizará desde entonces mi conciencia en un intento no sé si vano de comprender a pesar de mi seguramente necia medianía su singularidad.

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